martes, 20 de abril de 2010

Bolillos (I)



Hace un par de años en unas vacaciones en Galicia volví a descubrir el encaje de bolillos. Tengo debilidad por el encaje, me encanta, no he visto nada más sensual y delicado, tan femenino siempre. Me gusta para vestir sin exagerar, también, en pequeñas dosis, para los manteles, en toallas, sábanas. Poquísimo práctico, lo reconozco, pero hace precioso. Volveré otro día sobre encajes diferentes, hoy toca el de bolillos que es algo especial y al que voy a dedicar varias entradas.

Las mujeres de antes que hacían Magisterio -me refiero a la generación de mi madre, es decir, las que estudiaron carrera o lo que fuera a finales de los años 40, principios de los 50- tenían que saber hacer bolillos, lo exigía el programa para ser maestra. Por eso yo he visto los bolillos esos cuando era pequeña en alguna caja de costura.

Hay bolillos en más lugares de España, en La Mancha, en Almagro, por ejemplo. Pero es en Galicia donde yo lo he visto más recientemente, en varios pueblos de la Costa da Morte, la foto que pongo creo que la tomé en Muxía. En Camariñas hay un museo del encaje maravilloso, tenían hace tres años un mantel hecho de pañuelos unidos de color rosa palo que yo hubiera robado de haber sabido cómo hacerlo.

Allí había mujeres palillando, el ruidito ese constante, todas con su almohadón y sus alfileres y dándose palique, la charla de compañía al ruido de las maderas.  En el castillo de Vimianzo, un poco más en el interior de la Costa da Morte, también había palilleras dale que dale, "falando galego" a toda velocidad y a a toda velocidad con la labor. Interesante lugar ese castillo para conocer artesanías diversas, no solo el encaje, mucho más.

Es caro el encaje de bolillos, pero es que exige mucho trabajo y no se puede comparar de ninguna manera a lo que una máquina hace. Seguiré otro día, es un pequeño aperitivo para hacer boca... ¡Y lo bonito que hace una servilleta como Dios manda, con un pequeño encaje, o al menos un bordadito, de hilo o de algodón al menos!

viernes, 16 de abril de 2010

El pie que pide tierra


Vivir en una ciudad grande implica a veces andar mucho. Es un modo de pensar el andar, una transición entre una actividad y otra, un momento de  silencio y calma pese al tráfico, el ruido y la velocidad que nos rodea. El metro está ahí, como los autobuses, si vas con peso o prisa compensan, pero en otras ocasiones si hay tiempo es mejor andar.

Andar otras veces por un parque, por el Retiro, el Capricho, la Quinta de los Molinos, el Parque del Oeste, el Juan Carlos I, la Casa de Campo o el Pardo, perder una hora o dos si se puede, perderse una en ese tiempo.

Y luego por tierra más tierra, campo, andar por la sierra de Madrid es el mejor remedio para muchos males internos, una mañana entera en compañía que casi no hable o sola con la perra por el monte que se despereza. Luego acabar con un bocadillo o un puchero si hace frío, o, si hace bueno, con una ensalada y un chuletón en la Horizontal, en el Escorial, por ejemplo.

El pie pide tierra, estamos hechos para andar, el paso humano nos da otro ritmo por dentro.

Es una pena que este fin de semana el pronóstico del tiempo sea de lluvia.

lunes, 12 de abril de 2010

Antiguos oficios y viejas caras


Vi la foto y pensé “Ya quedan pocas caras como ésta”. Acto seguido creí ver entre un costalero y un pescador tirando de la barca o de unas redes. O quiza era alguien que había cargado un peso con todas sus fuerzas, de ahí lo que llevaba en la cabeza, para no hacerse daño. “Ya quedan pocos oficios como antes” fue mi segundo pensamiento tras el de la cara.

Hoy posponemos la vejez, y hay algo de simple disfraz en ello, es cierto, pero también parece que las condiciones de vida son mejores. Cumplimos los 50,  llegamos a los 60 y 70 no sólo con un aspecto mas suave, sino a veces más sanos, menos machacados físicamente que nuestros antepasados, muchos de los cuales se dedicaron al campo, al mar, a la mina, a oficios de gran desgaste corporal que luego se cobraban su parte, a veces a edades tempranas, de todo había. En cualquier caso, yo me pregunto si el cuidado al cuerpo de hoy es real o no es más culto a la imagen, a lo de fuera, que es lo que acaba siendo más monocorde. Mientras miro esa cara, ay, Dios, esa cara, es única en su vejez, y tiene el consiguiente atractivo de lo que uno es sin nada.

Los viejos oficios, algunos de ellos, exigían un sudor y unas lágrimas constantes, forzar a la tierra con muchos esfuerzo para que saliera algo, horas y horas en el mar o bajo tierra, quemarse por el sol, pasar un frío de espanto, incomodidades continuas, también daban alegrías, claro. Hoy es diferente, mejor en muchos casos, ese sacarle a la tierra o al mar algo ha mejorado, se ha hecho más cómodo y, sin embargo, muchos oficios conservan gran parte de su dureza original, conllevan fuerza, contar con el tiempo, el tiempo del clima, -¿llueve, mucho, poco o nada?, ¿hace sol, el suficiente o quizá demasiado?, no podremos salir a faenar por el temporal, etc.- y el otro tiempo, el de las horas , los días, meses y años, ese que hace esperar y asigna también una tarea al tiempo adecuado… y a veces el tiempo de no hacer nada. El tiempo de no hacer nada, qué cosa más antigua y qué importante, tan de oficio, tan olvidado.

Hoy fuerza física, tiempo de sol o lluvia, o de horas y años, no significan mucho para quien se sienta en una oficina y mueve papeles. Tampoco tiene mucho sentido el tiempo de espera, no de simple inactividad o estar mano sobre mano. Es en el tiempo de espera en lo que los oficios antiguos estaban muchos licenciados. Un tiempo singular que no tiene nada que ver con el de los descansos o vaciones de hoy, los parones por razones de producción o el cafelito de media mañana. En esos espacios de tiempo de nada de antaño se contemplaba, se miraba, se pensaba,  era eso, un tiempo de silencio rumiado. El tiempo del pastor de mi pueblo allá en lo alto, mirando a lo lejos, el de mi tío con las vides, paseándose entre ellas, esperando, el de tantos marineros, tiempo interminable a veces...

Por eso al ver la espléndida foto de Rafael Simón sentí la atracción de ver a una cara real, no como todas, dura, arrugada, quemada por el sol, con el esfuerzo en ella pintada, cara vieja de oficio seguramente también viejo o ejercido como antes. Y, a la vez, al mirarla sentí sudor, las lágrimas o la blasfemia que sale a veces, o que yo he oído al menos, cuando no se puede cargar con algo de tanto como pesa, unos animales no hacen lo que tú quieres que hagan, el día ha sido un desastre y tras horas de faena no se ha traído nada o, maldita sea, el pedrisco acabo en solo dos horas con todo el trabajo de un año. Un año de trabajo que no sirvió de nada.

PS: Esta foto la colgaron los de la la Tertulia de los Mercuriales de Sevilla animando a cada uno de sus miembros a escribir sobre ella. Yo no soy mercuriala, pero me invitó Jesús Cotta a hacerlo. Como he tenido el placer de compartir con ellas dos buenas cenas,  me tomo la libertad que me dan, muchas gracias, caballeros.

lunes, 5 de abril de 2010

Maruja Mallo o la soledad soportada



El viernes santo por la mañana decidí andar por el viejo Madrid para ver “monumentos”, que se llamaban antes, la exposición eucarística, los altares con las custodias o los sagrarios todos adornados de flores y velas. Lo contaré en otra entrada. A mitad de camino me encontré que en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando había una exposición temporal de Maruja Mallo. Conocí a la obra de a pintora en una interesante exposición hace ya más de 10 años dedicada a mujeres de vanguardia, “Fuera de Orden”, en la siempre excelente Sala Mapfre que está en General Perón esquina la Castellana. Fue un descubrimiento entonces junto a Ángeles Santos y Mercedes Varó de las que no sabía absolutamente nada, así como de María Blanchard, que si me sonaba y de la que, desde entonces, estoy reuniendo documentación porque tiene una historia realmente apasionante.

La exposición de Maruja Mallo en solitario me ha parecido muy completa, muy bien montada y con el apoyo, además, de un documental que pasan a eso del mediodía y que ayuda a entender quién fue la pintora: habla su galerista, Guillermo de Osma, y otros que la conocieron, su biógrafa también, te cuentan su exilio y su vuelta a Madrid, el personaje que ella forjó y la privacidad sin embargo de la pintora. Y la frase esa por ella acuñada, “una persona se mide por la soledad que puede aguantar”, que te deja pensando y te anima para volver a ver sus cuadros con otros ojos. A veces hace falta una segunda mirada, descubres cosas nuevas.  Dentro del escaso conocimiento que yo tengo de pintura y de Mallo además, me encantaron para empezar esas acuarelas de verbenas o medio carnavales, tan gallegos, un poco valleinclanescos, de sus inicios. También me gustaron mucho  las mujeres pintadas un poco a lo soviético, si se me permite la expresión que seguro que no es acertada: digo esos volúmenes rígidos, estáticos, de mujeres fuertes y sólidas, arquitecturas casi. Bueno, también tienen algunas otras resonancias: un cuadro precioso de una mujer desnuda y otra vestida en la playa, me recordó mucho a Vázquez Díaz, es otra manera de ver esos cuerpos tan compactos. Tuvo también una época de un surrealismo desintegrado a veces, de una fuerza femenina, no sé cómo explicarlo, demoledora, sugerente, reptante. Muchas geometrías luego, ordenado todo y en línea y algo que se insinua muy pop. Tiene unas uvas, así, planas, pero como dice su galerista, sensuales, casi eróticas, una cosa muy curiosa. Y más, fotografías luego retocadas por ella como de Cruella de Vil a veces.

Creo que vale la pena ver la exposición de una pintora que no se conformaba con lo que sabía hacer y exploró lenguajes nuevos, una trabajadora nata, constante y arriesgada. De las cosas que más me gustan de los pintores, en general de los artistas, es ver las notas previas de muchos de sus trabajos, los apuntes, los esbozos. De verdad, muy recomendable la exposición, se aprende, se piensa y lo pasa una en grande, que es muy importante.

jueves, 1 de abril de 2010

Por el placer de volver a verla (Palabra de madre)

Fuimos el domingo al teatro Amaya de Madrid a ver a Solá y Blanca Oteyza, dos actores excelentes. Hace unos cuantos años estuvieron en Madrid mucho tiempo con la obra "Esta noche, historia de Adán y Eva", un texto precioso que jugaba con la radio y el teatro sobre la base del libro de Mark Twain, "Diario de Adán y Eva", editado en España por Valdemar.

Michael Tremblay es el autor de la obra "Por el placer de volver a verla". El texto tiene interés, humor y delicadeza, aunque no tiene ni de lejos la finura del anterior éxito de Sola y Oteyza y se desliza a veces por el tópico y lo evidente. Es algo previsible y hay, creo, un exceso de discurso que se hace molesto. Trata sobre la maternidad, esas madres chillonas y que son unas santas casi siempre, o sea, la de cualquiera. Las que gracias a su dedicación y esfuerzo, no caemos en el reformatorio o, si caemos, salimos de él. Gracias siempre a ellas que nos sostienen aunque sólo sea teniéndolas cerca: cada uno a sus cosas y ellas, siempre, a las nuestras, como dice ella el texto. Ella, la de la obra, es la madre del autor que representa Solá como un niño de 11 años en la primera escena, impresionante lo de este actor. Ella, la madre, es el origen a menudo del discurso que acaba dando pie a cualquier texto, hasta el teatral, un disfraz a veces, un artificio al hablar que no es artificial sino lo que le sale verdaderamente a una mujer que se lamenta, le gustan las novelas (malas), discute con su hijo, etc. Una madre como tantas, como la de cualquiera, insisto: una madre como muchas que dan la lata, y a las que se la damos, pero a las que se las quiere muchísimo.


Creo que detrás de toda persona que escribe lo que sea hay una mujer que habla y cuida, que está a tu lado, alimentándote de alguna manera. Quizá esa es la tesis de la obra. Por eso a veces se teme tanto su opinión. Es lo que más temes, aunque ella, formalmente, sepa poco de bambalinas, poemas o cuentos o incluso, te parezca, de la propia vida que llevas o quieres llevar. Pero sabe Tremblay que en el principio fue siempre su palabra, la palabra materna, en muchos sentido la que movió a escribir de alguna manera. Cháchara a veces, "me dices, te digo, pero entonces, no me entiendes, etc. " Porque no importa lo ligero o lo profundo, sobre todo eso se crea. Y a veces uno se duele de que el ser de uno no haya podido ser contado a quien te lo dio, en definitiva a quien te dio la vida y, también, la palabra, ambas. Todo esto planea en "Por el placer de volver a verla", creo.

Solá es un monstruo que domina la escena, sale él y se hace el silencio, ni importa el resto, ni casi la obra siquiera. Cuando hace televisión y cine también es bueno, hace lo mediocre excelente, no doy más señas. Blanca Oteyza es una actriz llena de matices, buenísima, elegante e inteligente. Pero ocurre algo con ella en esta obra. Y es que no sé si es el vestuario o es la propia Blanca con ese físico tan fino y espléndido que tiene que no da el tipo de madre del personaje, me parece. O lo da de una manera que no hay quien se lo crea. Vamos, que lo que sale por la boca de Blanca, el texto de Tremblay cuando ella se expresa, no casa en absoluto con la presencia física y los ademanes de Blanca, con cómo la presentan arreglada. Me parece que no pega salir a tender la ropa a la terraza de arriba del edificio donde vives, hoy o en los años 50, en Madrid o en Montreal, con tacones y vestida ideal de la muerte, aunque con un delantalito, ni aunque fueras del barrio de la Moraleja (que no es el caso). En fin, quizá otra actriz hubiera dado mejor para la madre, o la misma Blanca, de otra manera vestida y arreglada, hubiera sido más creíble, más acorde al texto, sólo eso.